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jueves, 30 de septiembre de 2010


De restaurantes
Príncipe de Viana

Manuel de Falla, 5
Madrid

Distinción y buen comer
con un recetario tradicional de alta cocina


Comer en el Príncipe de Viana es ante todo reconfortante. Su cocina reconcilia el paladar con los productos vasco navarros de siempre y nos recuerda a los más aventureros, gastronómicamente hablando, que la cocina tradicional debe tener un sitio irremplazable en nuestra mesa.

La oferta de este restaurante, arropada con las innovaciones justas, consigue su toque de sofisticación en la nobleza del género, impecable desde cualquier punto de vista, y en un servicio de sala exclusivo prestado por auténticos y generosos anfitriones de la restauración, de esos que cada vez escasean más en las plazas gastronómicas de la ciudad. Entre ellos destacan, por su toque anacrónicamente añejo, sus camareras uniformadas con cofia, un jefe de sala impecable y una maître de esas de toda la vida que cuida, con mimo exacerbado, el confort de los comensales.

El local evoca un ambiente de lujo y de aire conservador. Atrae a una clientela de alto poder adquisitivo que acude a este santuario gastronómico de Madrid porque sabe y puede permitirse el disfrutar sobre manteles de hilo de las excelencias de Calidad, con mayúscula, por unos 90 a 100 euros por persona y con chaqueta y corbata, atuendo imprescindible.

Pese a que está de moda la gastronomía revolucionariamente creativa, Javier e Iñaki Oyarbide -hijos de los fundadores del restaurante, Jesús Oyarbide y Chelo Apalategui, también creadores del renombrado Zalacaín- , apuestan por la fórmula de siempre con aires revisados que concibe platos como su celebérrima menestra de verduras de Tudela, considerada la mejor de Madrid, carrillera de ternera, tournedós al vino tinto, bacalao al ajoarriero con langosta, rape con crema de patatas y aceite de oliva y otros en los que las verduras y los guisos de temporada abanderan sus reclamos.

Entre las entradas, insuperable el gazpacho al vinagre de jerez que se distingue por su cremosidad y grado de acidez. Sorprendente la ensalada de judías verdes tiernas y foie gras, presentada en una porción de láminas de vainas entrelazadas por las que se asoman las virutas de hígado de pato y que resulta refrescante y perfecta como primer plato. Fascinante el crujiente de salmón ahumado con patata, cuyas láminas de trigo a modo de oblea no solo determinan la presentación del plato sino que aportan un toque crepitante en el paladar. Pero absolutamente ineludibles a la hora de elegir, las croquetas de bacalao y gambas, una bendición de sabor y textura casi líquida por dentro, que hacen firmar un contrato vitalicio de visitas al restaurante.

Los platos principales mantienen la nobleza de los primeros. La merluza a la romana con pimientos rojos complementa la simplicidad de su receta con una maestría absoluta en la afinación de su rebozado y su cota de fritura. El secreto de cerdo ibérico con salmorejo, patata y rúcula resulta tierno y sabroso; las albóndigas de ternera y cerdo, todo un clásico del local, despuntan por la suntuosidad de su sabor y se acompañan de arroz blanco. Otras propuestas de la carta son el tartare de atún rojo cortado a cuchillo con aguacate y caviar, las alubias, la lengua de ternera con aceitunas, el pichón asado con salsa de licor de calvados y la ternera braseada al vino tinto, entre otras propuestas.

En la carta de postres, congruente con los platos principales, se encuentran dulces clásicos elaborados con una sobresaliente ejecución. Sin duda volvería a degustar la tatin de manzana -un tipo de tarta en la que la fruta caramelizada en mantequilla y azúcar se coloca debajo y la masa encima y se le da la vuelta sobre el plato cuando todavía está caliente-, pero tampoco desmerecen otros postres como la leche frita, los canutillos de crema pastelera o el arroz con leche.

Además del comedor principal en la primera planta, el Príncipe de Viana dispone de otra área en la planta baja denominada El Despacho de Príncipe de Viana, cuyo concepto se inspira en los bistrot, una fórmula de fraccionamiento para los llamados Business lunches, que triunfa en muchos restaurantes de renombre en las principales capitales del mundo.

Con precios más ajustados, ocho mesas, una apariencia algo más informal, El Despacho cuenta con una carta corta pero definida y se ha convertido en un punto de peregrinación a la hora de la comida. Entre sus platos más elogiados realza un menú degustación por 42 euros, la ensalada césar de perdiz en escabeche, el rape a la bilbaína con pimientos del piquillo, la crema de alubias rojas con panceta de ibérico y la sopa Echegárate (caldo cocido concentrado con tropezones de pan y chorizo).

jueves, 16 de septiembre de 2010



El ying y el yang en el paladar coreano

De restaurantes
Han Gang

Atocha, 94
Madrid

Se suele decir que la mejor garantía cuando se visita un restaurante de especialidades extranjeras es encontrar comensales del país en cuestión. La mayoría de los clientes del Han Gang son coreanos y por sus caras de felicidad no cabe la menor duda de que allí se sienten como en casa. Para el resto, supone un viaje apasionantemente placentero hacia una degustación diferente, que comparte algunos criterios de la comida china y japonesa pero que se presenta con personalidad propia, imponente, sorprendente y deliciosa.

El Han Gang es un restaurante relativamente pequeño, sencillo, con precios muy razonables -de 25 a 35 euros por comensal- que no hace ningún tipo de concesión a la decoración y que busca, con atino, que la atención se centre en la policromía de las especialidades que visten las mesas. El Hansik, como se llama a la comida coreana tradicional, se compone básicamente de arroz, fideos, sopas, guisos, carnes, pescados y verduras en los que la técnica de preparación, los condimentos y la presentación determinan la forma, el color y el sabor.

La cocina coreana tiene un principio básico: el equilibrio entre el ying y el yang de la filosofía oriental. Las fuerzas proactivas (el yang) están presentes en el toque picante de sus salsas, entre las que destaca la Gochujang, que se usa para condimentar y que estimula la garganta mucho más que la lengua, y las fuerzas inertes (el ying) se dejan sentir en sus arroces, fideos y sopas.

Para los coreanos los recipientes donde se sirven los alimentos y los utensilios que se utilizan para prepararlos y comerlos tienen tanta importancia como los ingredientes. Entre miles de curiosidades que se podrían destacar, cabe mencionar que sus palillos son de metal y no se usan para comer el arroz como en otros países asiáticos. Otro de los principios de su cocina es buscar la armonía, debe incluir en cada comida que se precie cinco sabores: salado, dulce, ácido, amargo y picante, y cinco colores: rojo, verde, amarillo, blanco y negro.

En la mesa coreana no hay primeros ni segundos. Se debe comer sin orden establecido ante una variedad de pequeños platos principales arropados por otros de acompañamiento, denominados panchan, que se comparten. La única excepción es el arroz y la sopa, que son personales, se colocan a la izquierda de cada comensal, y nunca deben faltar. Las especialidades fermentadas y en conserva son protagonistas, pero su verdadero centro neurálgico suele ser el Bul Go Gui, un brasero tradicional integrado al centro de la mesa, donde se cocinan carnes y vegetales.

Ante una carta ingente en propuestas, seguimos los consejos del camarero, que en un principio siente la tentación de sugerirnos platos aptos para paladares occidentales. Ante nuestra disposición absoluta a sentirnos como en Corea, el anfitrión cede y el resultado es sorprendentemente bueno. Comenzamos con Man du, empanadillas fritas en forma de media luna, hechas de masa fina de trigo y rellenas de carne y verdura. Crujientes y sustanciosas, mejoran aún más al empaparse ligeramente en una salsa de soja al estilo coreano que contiene una mezcla de vinagre suave de arroz.

La Miyuk Mu Chim, ensalada de algas y pepino aliñada con sésamo y vinagre de arroz, se asoma a la boca sabrosa y refrescante y sobre todo la prepara para el Kak Du Ki, nabo en salsa picante. Se trata de un clásico de la gastronomía coreana que los occidentales aman u odian y que a mí me sedujo por completo.

El Bul Go Gui, es otra elección que contrasta por la sencillez de su sabor y que se recibe divertida y deliciosa. Se trata de lonchas de ternera, ligeramente adobada con salsa de soja y azúcar, que se cocina junto a los vegetales que la acompañan en el brasero incrustado en la mesa. En Corea se suele servir con hojas de lechuga y pimentón, que se utilizan para envolver la carne al estilo de los rollitos vietnamitas, pero que en el Han Gang han decidido, no entiendo porqué, obviar.

El Kim Chi Bubo Bok Kum se consagra como lo mejor de la noche, a pesar de que nos resulta difícil elegir. Contiene el famoso Kimichi, uno de los platos populares de la gastronomía de ese país. En esta ocasión, la base es de col Napa frita y fermentada durante semanas en sal, ajo, jengibre, salsa de pescado, camarones secos, cebolleta, guindilla y rábano pero también se puede encontrar de otros vegetales. Nuestra elección se presenta mezclada con carne y acompañada de tofu. Su sabor algo agrio, es penetrante, adictivo y sabrosísimo. Además, este alimento que los coreanos comen incluso para desayunar, está considerado como unos de los más nutritivos y sanos del planeta.

Otro extraordinario descubrimiento ha sido los Bibim Neng Myun, tallarines de batata con salsa picante, uno de los platos más singulares en Corea del Norte. Consiste en fideos de pasta de batata, elaborados a mano, que se sirven con un aliño de gochujang (pasta de pimiento chile rojo). Debido a que los fideos tienden a ser largos, masticables y pegajosos, los camareros preguntan antes de servirlos si se desea que se corten con unas tijeras. También se comen en caldo frío, tanto en esta forma de preparación como la anterior, el contraste de sabores entre la batata y el picante se convierte en una experiencia estimulante que descubre dentro en el cielo del paladar una sinfonía de sensaciones inexploradas.

Imponente pero a la vez delicado, el sabor del Dolsot Bibim Bab, arroz con carne y verduras servido en el cuenco de piedra caliente donde se cocina. Según dicen los coreanos, una comida no está completa sin una sopa. Nos aventuramos a probar el Gukbab, un caldo con arroz y verduras, que además suelen servir de desayuno pero también como plato de acompañamiento. Algo desabrido en comparación con el resto de las especialidades, no me convenció demasiado aunque los expertos insisten en que es la combinación perfecta para contrarrestar la fuerza de los demás platos.

Otras opciones de la carta son: la famosa So Hyo Gu-i, lengua de ternera a la plancha; la Yuk Hwe, ternera cruda con salsa coreana; el Tok Bok Ki, pastel de arroz con salsa picante; una variedad interesante de pescados crudos con salsa picante; las Gal Bi Tang, costillas de ternera con caldo y las Je Mul Chun, tortillas de gambas y calamares, entre muchos otras.

Los coreanos no suelen comer postre, como mucho alguna pieza de fruta. No obstante, nos ofrecieron unas bolitas de maíz fritas caramelizadas con miel, correctas pero sin mucho que destacar. Regamos la comida con una botellita de Soju frío, una bebida con elevada graduación alcohólica que recuerda un poco al sake japonés pero es más fuerte. Se elabora con arroz, y en algunas ocasiones con bambú, tapioca, trigo, cebada o boniato y comulga acertadamente con la fuerza de la comida.

La oferta del Han Gang define perfectamente las bases de la cocina coreana: platos hervidos, guisados, escaldados, al vapor y escasamente fritos, en la que predominan las salsas picantes y los alimentos sometidos a sistemas de conservación como la fermentación, la salazón, etc. El resultado de esta experiencia ha sido un desafío gastronómico muy interesante que los sibaritas encontrarán irresistible y que me aventuro a augurar les invitará a repetir.

martes, 7 de septiembre de 2010



De restaurantes
El Colmado de Urbieta

Juan de Urbieta, 4
Madrid



Caja de sorpresas con sabor dominicano

Lo primero que sorprende de El Colmado de Urbieta es su establecimiento. Se trata de un bar de barrio de toda la vida con un comedor interior y una puesta en escena humilde pero impecablemente dispuesta que hace honor al nombre del local, un término con el que se designa a las bodegas de pueblos o distritos populares en el Caribe. A pesar de ser un restaurante que intenta abrirse paso por sus especialidades dominicanas, el toro se erige como elemento decorativo más visible a través de los cuadros que decoran la pared. Tras preguntar, nos cuentan que también es la sede de una peña taurina que celebra allí reuniones y comidas frecuentes… ¡rarezas de vivir en una ciudad cosmopolita!

Lo interesante es que, tras sentarse en la mesa, el protocolo, el esmero en la atención y parte de la oferta de la carta descubren que es uno de los pocos restaurantes caribeños que se han atrevido a proponer un concepto que se escapa bastante de la concepción de comedor popular, muy usual en barrios de inmigrantes, para presentarse como un restaurante con pretensiones para demandas gourmet. Sin entregarse del todo a ninguna de las dos propuestas, este original establecimiento consigue con precios muy contenidos, que pueden rondar los 20 a 30 euros por comensal, distinguirse como una novedad a tomar en cuenta.

La oferta que combina platos españoles y dominicanos, encuentra en esta segunda propuesta los tesoros de la carta. Platos típicos de la isla caribeña, arropados por una presentación y un servicio muy distinguidos que, aunque aparentemente resulta ajeno al estilo del local, revela la relación de uno de los propietarios con el célebre restaurante madrileño Viridiana.

La gastronomía caribeña es el resultado de una fusión de costumbres africanas, taínas y de las potencias colonizadoras que ha dado lugar a platos llenos de matices y condimentos propios de la cocina criolla (de origen europeo pero desarrollada en América con influjos africanos). Sencillos, sustanciosos y no demasiado prolíficos, los platos dominicanos importan muchos conceptos medievales, sobre todo por la copiosidad con que se sirven y que se refuerza por la profusión de especias, ácidos como el limón y el azúcar en sus guisos.

El colmado de Urbieta consigue algo a priori difícil: la búsqueda de la innovación y el carácter refinado de alguno de sus platos están determinados por una sensibilidad que permite a los comensales disfrutar de una verdadera comida dominicana, aunque también hay que decir que en la carta faltan algunas de las especialidades tradicionales como por ejemplo la bandera (arroz blanco, carne y habichuelas rojas), por señalar alguno.

Para comenzar y como cortesía de la casa nos sirven una extraordinaria crema fría de mango, gambas y cilantro. Entre los entrantes, sabrosísimos, destaca el picapollo, trozos de pollo frito prodigiosamente crujientes, adobados con limón y orégano dominicano, y acompañado con yuca frita, longaniza, chicharrones y tostones. Estos últimos, compañeros ineludibles de gran parte de la cocina caribeña, son trozos de plátano macho verde majados y fritos con un toque de sal. También merecen la pena el cebiche de camarones, menos picón que el peruano pero con una vinagreta de gran dignidad en la que el jugo de limón, la salsa de soja, el aguacate y el tomate dejan en segundo plano el sabor del crustáceo. El tamal envuelto y cocinado en hoja de plátano relleno de gallo ripiado -cortado en tiras- aceitunas y pasas corintias es impecable y las arañitas, una especie de minibuñuelos de yuca con toque de anís se antojan adictivas.

Entre los considerados platos fuertes, si es que en la cocina dominicana hay alguno suave… está muy conseguido el punto del mofongo de tiritas de res salteadas con verduras crujientes, aunque he echado de menos una carne más tierna y una temperatura más alta a la hora de servir el plato. Esta especialidad, que los dominicanos comparten con los puertorriqueños, consiste en plátano verde frito, chicharrón y ajo machacados en un pilón o mortero hasta que queda una especie de puré crujiente que se sirve en forma de tubo o iglú y sobre el cual reposa la carne que se cuela hacia su interior. Menos sabroso el mofongo de cangrejo y ampliamente superado por la gallina de guinea guisada al coco y acompañada de arroz basmati.

La carta ofrece otras especialidades como el churrasco en adobo a la parrilla con longaniza criolla, ajíes y víveres, que no son otra cosa que vegetales farináceos como el ñame, la batata, la yautía, etc.; el cocido de pata de vaca con garbanzos y un toque picante, el famoso sancocho -lamentablemente sólo los domingos y por encargo-, una especie de cocido caldoso con carne de res, yuca, plátano, ñame, yautía y culantro, considerado por muchos la comida nacional del país y que comparte protagonismo en la cocina venezolana; las habichuelas rojas guisadas con auyama y orégano dominicano, entre otras especialidades.

Los postres son persuasivos, pese a que después de disfrutar de unos primeros y segundos abundantes en tamaño y sabor resulte una tarea difícil seguir con la degustación: arroz cremoso con leche evaporada, leche de coco y vainilla, crêpes de dulce de leche cortada con naranja y un helado de chocolate amargo que podría consagrarse como el mejor que he probado.

Si después de comer no te puedes levantar no te preocupes, la casa invita una copa de Mamajuana una bebida típica de República Dominicana recomendada para la digestión, el cansancio, las gripes y un largo etcétera que encuentra su popularidad en sus poderes afrodisíacos. Se trata de un licor de raíces (palos como se les conoce en la región) entre las que figuran canela, maguei, canelilla, timacle, marabeli, guayacán, clavo dulce, anís, pasas, pega palo , etc. que se mezcla con vino tinto, ron y un poquito de miel y se deja reposar unos ocho días, a continuación se vacía el líquido y se llena nuevamente con ron. No puede haber mejor forma de cerrar una comida dominicana.