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sábado, 18 de diciembre de 2010



De hoteles
Asia Gardens
Avda. Eduardo Zaplana
Rotonda del Fuego
Costa Blanca - Alicante

Un edén asiático en las entrañas de Alicante

Nada más cruzar la garita del exclusivo resort Asia Gardens se traspasa la barrera real del espacio. A partir de ese momento, la sensación de estar en Tailandia es tan intensa que incluso se llega a experimentar un amago de jet lag. Este referente del turismo de lujo, que acaba de ganar la mención de Mejor Hotel de Lujo con SPA de Europa en los premios anuales Condé Nast Johansens, se extiende a lo largo de 370.000 m2. Emplazado a 150 metros sobre el nivel del mar, en las laderas de Sierra Cortina, está situado en una pequeña montaña rodeada de árboles a cuyos pies se vislumbra el skyline de Benidorm, ciudad que abraza la Costa Mediterránea y que algunos definen como la "Dubai española".

Pasear por las áreas verdes del Asia Gardens es un auténtico placer. Perderse por sus caminos serpenteantes con pequeños puentes de madera sobre estanques, donde el agua y en especial su sonido son los protagonistas, induce a un estado de relax indescriptible, sobre todo si se visita en temporadas alejadas del multitudinario verano.

El hotel, de la cadena Barceló, fue inaugurado en 2008 y concebido con tecnología ecológica. Está construido y decorado con piezas procedentes de la India y Tailandia. Tiene 312 habitaciones rodeadas de jardines orientales con un diseño paisajístico repleto de plantas exóticas, bonsáis, lagunas con peces naranja, cascadas y siete piscinas, dos de ellas climatizadas en el exterior.



Las piscinas no climatizadas están rodeadas de hamacas y camas balinesas. Acopladas mediante una traza de niveles de diferentes alturas, su diseño de “borde infinito” hace que parezca que el agua se funde con el cielo del horizonte o del mar, según el ángulo.

Te costará salir de la habitación…

Las habitaciones son diferentes según su tamaño, nunca menor de 30 m2, y algunos aspectos de su decoración y situación dentro del resort. Las más sencillas, si se pueden llamar así, rondan los 200 euros la noche y las suites entre 550 y 1.500 euros.



Elegantes y cómodas, disponen de terraza con vistas al mar, a los jardines o al pinar que rodea el hotel y muebles de estilo balinés que dotan de exotismo la estancia. También tienen conexión WiFI, acceso para el i-pod, DVD y Televisión de LCD 32.

Mención aparte merecen las camas king size (2m x 2m), con ededredón de plumas y sábanas de algodón de 300 hilos, y el baño de estilo japonés con bañera separada de la ducha y semincorporada a la habitación. La verdad es que si no fuera por las demás atracciones del hotel, no apetecería salir de la habitación.

El Thai Spa, una de las joyas de la corona

El Thai Spa del Asia Gardens es un centro de relax para el cuidado del cuerpo, la mente y el espíritu. Sus profesionales provienen de la escuela del templo Wat Po, la más reconocida de Bangkok, y ofrecen varios tipos de masajes -tailandés (Nuad Thai), ayurvédico, balinés, reflexología, entre otros- así como diferentes tratamientos de belleza y terapéuticos que buscan el restablecimiento del equilibrio tanto físico, energético como psíquico.




Es preferible reservarlos con antelación. Su coste varía según su duración y naturaleza y suele rondar entre los 90 a 160 euros por sesión. Se realizan en diferentes estancias perfectamente decoradas, con camas estilo tatami o camillas de masaje, y ambientadas con iluminación relajante, música y aromas para que la experiencia sea absolutamente genuina. Los espacios disponen de acceso directo al jardín y de una piscina climatizada interior y exterior, baño turco, jacuzzi al aire libre y un fitness center para ejercicios tonificantes y cardiovasculares.

Mi estancia de cinco días en el hotel, dentro de un programa llamado Thai Experience, incluyó, además de masajes, el alojamiento con desayuno y provechosas sesiones de Qi Gong (Chi Kung) con un profesor extraordinario. Esta práctica milenaria consiste en movimientos suaves y armoniosos, combinados con técnicas de respiración, destinados a potenciar fuerza física, energética, mental y espiritual y a fortalecer los órganos internos, los huesos, las articulaciones y los músculos. También ayuda a la relajación y al control del estrés entre muchos otros beneficios. Una auténtica delicia. Los precios de este programa suelen rondar para cuatro días entre 900 y 1.300 euros por persona aproximadamente, dependiendo del tipo de habitación y la temporada.

El Wai Prah es solo el comienzo

Gran parte del personal del hotel es asiático, aunque también hay españoles. Una de las curiosidades que más llama la atención nada más entrar es su atuendo, todos visten con traje tradicional tailandés y saludan con el Wai Prah , que consiste en la unión de las palmas de las manos entre el pecho y la frente con una leve inclinación de la frente y, por supuesto, una sonrisa.

Siempre a disposición del cliente, el equipo humano del Asia Gardens es extraordinariamente eficiente y atento, digno de un hotel de cinco estrellas. Sin duda, el Asia Gardens es una visita que merece la pena recomendar y repetir porque, además, los precios de las habitaciones más sencillas, que rondan los 200 euros la noche en temporada media, compiten con gran fuerza con otros hoteles de este tipo como su vecino el Villaitana o el Abama en Tenerife, por nombrar sólo un par.

Su talón de Aquiles, los restaurantes

El hotel cuenta con un servicio bufet de desayuno variado, generoso y de gran calidad, sin duda uno de los mejores que he probado en establecimientos de esta categoría. También tiene cuatro restaurantes: Udaipur, tipo bufet; In Black, con gastronomía internacional; Palapa,con especialidades mediterráneas y Koh Samui, asiático fusión. Este último, que por su cocina oriental debería ser el más representativo del resort, goza de una prestación de sala estupenda pero decepciona por la calidad y presentación de sus platos.


Aunque no me dio tiempo de probar todos los restaurantes, no parecen ser lo mejor del hotel como tampoco lo es la carta para el servicio de habitaciones, que dispone de una oferta muy corta y poco exquisita para la excelencia del establecimiento. Un detalle que el hotel debe remediar cuanto antes porque merece una restauración que haga honor al resto de las no pocas excelencias de este espléndido establecimiento.


Una escapada a cuerpo de rey

Si se busca desconectar, descansar y tener una vivencia revitalizante en un refugio de lujo, a precios relativamente accesibles para un poder adquisitivo medio, se encontrarán pocos hoteles como éste en España, un destino turístico en sí mismo del que nunca apetece salir.

lunes, 8 de noviembre de 2010


De restaurantes
Don Giovanni

Paseo Reina Cristina, 23
Madrid

Mi reconciliación con Don Giovanni

Mi tercera visita al Don Giovanni, el italiano de moda de Madrid que también cuenta con sede en Marbella, me reconcilia con su cocina. Esta trattoria sencilla, ruidosa, no muy cómoda, casi escondida y situada en una zona donde es poco habitual encontrar restaurantes con este poder de convocatoria (cerca de la Plaza Mariano de Cavia) presume de tener lleno total y contar con una clientela muy distinguida. No es extraño encontrar a políticos, empresarios, artistas... que disfrutan de un ambiente de “andar por casa”, por unos 50 a 60 euros por comensal, que si de algo puede presumir es de un servicio de sala magnífico.

A pesar de ser un establecimiento omnipresente en las críticas gastronómicas y en el boca a boca de los asiduos a la restauración madrileña, no me había cautivado. Tal vez porque al hablar de pasta, siempre y cuando se cuente con buena materia prima, se consiga el punto de cocción adecuado y una buena salsa, es difícil descubrir un restaurante que destaque especialmente.

Un italiano es malo, correcto o impresionante, es muy difícil encontrar otros matices. En el caso del local del siciliano Andrea Tumbarello, me había parecido correcto pero en ningún momento me había deslumbrado. Tampoco colmó las expectativas que me habían alimentado algunos medios de comunicación, que abrazan con entusiasmo la excelente labor de relaciones públicas de Tumbarello, quien no duda en visitar personalmente cada mesa del local para saludar a sus clientes y hacer gala de su simpatía avasallante.

No obstante, el destino me ha vuelto a llevar al Don Giovanni y me doy cuenta de que a medida que escudriño en su ingente carta -con más de 80 tipos de pasta-, guarda secretos muy interesantes. Para apreciar su oferta hay que revisitarlo y probar. En mi opinión éste es el problema, una oferta inmensa, que ocupa más de cuatro páginas de carta, de una asertividad desigual. En Don Giovanni se pueden comer ensaladas, pizzas, muchísimos tipos de pasta fresca o seca, antipasti, risotti, algunos platos de carne entre los que abundan los scaloppine, el entrecot y el solomillo, y sugerencias, que reservan lo mejor de la casa.

Para empezar tomamos la burrata pugliese, una mozarella fresca que consigue sus filamentos mantecosos gracias a que se sumerge en suero lácteo caliente al final del proceso de maduración. Adobada con en aceite de oliva, pimienta, orégano y un toque de salsa picante, estaba exquisita. La acompañamos con una pizza con tomate, mozarella ahumada y láminas de trufa aestivum, cuya masa fina y crujiente tenía un excelente punto de horneado, y con mortadela bandolin, un detalle de la casa ineludible.

Con los entrantes me fui dando cuenta de que en esta nueva visita al Don Giovanni mi experiencia estaba siendo placenteramente diferente. Me emocionaron los ravioli de corso con mantequilla, salvia, aceite de trufa y parmesano, así como también los tortelli de calabaza con queso scamorza gratinado. Recuerdo que la primera vez que cené allí probé los famosos spaghetti carbonara auténticos, sin nada de nata como manda la tradición. Preparados en la mesa, la pasta se mezcló con la yema de huevo antes de servirse, con careta de cerdo en vez de bacón y se coronó con pimienta negra recién molida. A pesar de todo, los spaghetti me parecieron insulsos y me produjeron una decepción absoluta.

En esta ocasión, destacables los panzeroti con setas, aceite de trufa, nata y parmesano pero absolutamente gloriosos el sabor y el aroma de los tagiatelle con trufa blanca que ralla el propio camarero sobre la pasta humeante y frente al comensal.

También remarcables los spaguetti al pesto y los linguine ai frutti di mare, aunque no son los mejores que he probado. Poco contundentes los fagottine de crema de pera y queso gorgonzola de mi primera visita pero extraordinaria la textura del grano y la cremosidad del risotto allo champagne de mi segunda.

Los postres son caseros. El más promocionado de la casa es el tiramisú, realmente bueno. También se ofrece una razonable variedad de tartas, entre la que recuerdo con especial placer la de dulce de leche que compite con el cannolo siciliano y los helados y sorbetes, el de albahaca con campari es sorprendente.

El Gin & Tonic del Don Giovanni,
extravangancia deleitosa para los sentidos


Lo que nunca se debe hacer si se visita el Don Giovanni es marcharse sin probar sus Gin & Tonic, el cóctel de moda. La popularidad de esta bebida es internacional y no deja de crecer, quién se lo iba a decir a sus inventores holandeses que la recomendaba por sus efectos medicinales. La variedad de sabores de la ginebra es infinita. No existen reglas para la medida de sus ingredientes ni para la forma de madurarla, cada marca es un universo de embocaduras. Hay que experimentar hasta escoger la que nos seduzca.

Básicamente se trata de grano destilado de trigo o centeno, aromatizado con bayas de enebro, pero a partir de este principio las fórmulas son tan variadas como secretas (cáscara de naranja, limón, anís, canela, regaliz…). Lo importante a la hora de disfrutar de una buena ginebra es que sea premium porque los aromas botánicos se incorporan en su última destilación y ello le confiere una personalidad extraordinaria.

Comprobé personalmente que el Gin & Tonic del Don Giovanni es sublime. Irwin Valencia, sommelier del restaurante, tiene en su barra más de 30 ginebras y hace gala de una técnica parsimoniosa que confiere al cóctel de gran sofisticación. Su método de preparación varía levemente en función de la ginebra que prefiere el cliente, aunque siempre la acompaña de la tónica Fever Tree. Sobre la mesa ginebra, tónica, rodajas de naranja, limón y lima, hielo preparado con tónica y agua mineral, encendedor, cuchara coctelera y copas de balón.

El espectáculo comienza cuando el camarero llena la copa de hielo, le da vueltas hasta enfriarla y vuelve a depositarlo en la hielera. Seguidamente, dobla la cáscara de limón con la parte verde hacia fuera y la presiona mientras acerca el fuego del encendedor para estimular su aceite esencial y exprimirlo ligeramente dentro de la copa. Frota las cáscaras en su borde para aromatizarla y luego sirve la ginebra muy fría y los hielos. Inmediatamente inclina la cuchara coctelera dentro de la copa y deja que la tónica se escurra por su extensión, de manera que disminuya la proporción de gas carbónico antes de chocar con la ginebra, y la remueve ligeramente. Exquisito y digno de repetir muchas veces.

jueves, 30 de septiembre de 2010


De restaurantes
Príncipe de Viana

Manuel de Falla, 5
Madrid

Distinción y buen comer
con un recetario tradicional de alta cocina


Comer en el Príncipe de Viana es ante todo reconfortante. Su cocina reconcilia el paladar con los productos vasco navarros de siempre y nos recuerda a los más aventureros, gastronómicamente hablando, que la cocina tradicional debe tener un sitio irremplazable en nuestra mesa.

La oferta de este restaurante, arropada con las innovaciones justas, consigue su toque de sofisticación en la nobleza del género, impecable desde cualquier punto de vista, y en un servicio de sala exclusivo prestado por auténticos y generosos anfitriones de la restauración, de esos que cada vez escasean más en las plazas gastronómicas de la ciudad. Entre ellos destacan, por su toque anacrónicamente añejo, sus camareras uniformadas con cofia, un jefe de sala impecable y una maître de esas de toda la vida que cuida, con mimo exacerbado, el confort de los comensales.

El local evoca un ambiente de lujo y de aire conservador. Atrae a una clientela de alto poder adquisitivo que acude a este santuario gastronómico de Madrid porque sabe y puede permitirse el disfrutar sobre manteles de hilo de las excelencias de Calidad, con mayúscula, por unos 90 a 100 euros por persona y con chaqueta y corbata, atuendo imprescindible.

Pese a que está de moda la gastronomía revolucionariamente creativa, Javier e Iñaki Oyarbide -hijos de los fundadores del restaurante, Jesús Oyarbide y Chelo Apalategui, también creadores del renombrado Zalacaín- , apuestan por la fórmula de siempre con aires revisados que concibe platos como su celebérrima menestra de verduras de Tudela, considerada la mejor de Madrid, carrillera de ternera, tournedós al vino tinto, bacalao al ajoarriero con langosta, rape con crema de patatas y aceite de oliva y otros en los que las verduras y los guisos de temporada abanderan sus reclamos.

Entre las entradas, insuperable el gazpacho al vinagre de jerez que se distingue por su cremosidad y grado de acidez. Sorprendente la ensalada de judías verdes tiernas y foie gras, presentada en una porción de láminas de vainas entrelazadas por las que se asoman las virutas de hígado de pato y que resulta refrescante y perfecta como primer plato. Fascinante el crujiente de salmón ahumado con patata, cuyas láminas de trigo a modo de oblea no solo determinan la presentación del plato sino que aportan un toque crepitante en el paladar. Pero absolutamente ineludibles a la hora de elegir, las croquetas de bacalao y gambas, una bendición de sabor y textura casi líquida por dentro, que hacen firmar un contrato vitalicio de visitas al restaurante.

Los platos principales mantienen la nobleza de los primeros. La merluza a la romana con pimientos rojos complementa la simplicidad de su receta con una maestría absoluta en la afinación de su rebozado y su cota de fritura. El secreto de cerdo ibérico con salmorejo, patata y rúcula resulta tierno y sabroso; las albóndigas de ternera y cerdo, todo un clásico del local, despuntan por la suntuosidad de su sabor y se acompañan de arroz blanco. Otras propuestas de la carta son el tartare de atún rojo cortado a cuchillo con aguacate y caviar, las alubias, la lengua de ternera con aceitunas, el pichón asado con salsa de licor de calvados y la ternera braseada al vino tinto, entre otras propuestas.

En la carta de postres, congruente con los platos principales, se encuentran dulces clásicos elaborados con una sobresaliente ejecución. Sin duda volvería a degustar la tatin de manzana -un tipo de tarta en la que la fruta caramelizada en mantequilla y azúcar se coloca debajo y la masa encima y se le da la vuelta sobre el plato cuando todavía está caliente-, pero tampoco desmerecen otros postres como la leche frita, los canutillos de crema pastelera o el arroz con leche.

Además del comedor principal en la primera planta, el Príncipe de Viana dispone de otra área en la planta baja denominada El Despacho de Príncipe de Viana, cuyo concepto se inspira en los bistrot, una fórmula de fraccionamiento para los llamados Business lunches, que triunfa en muchos restaurantes de renombre en las principales capitales del mundo.

Con precios más ajustados, ocho mesas, una apariencia algo más informal, El Despacho cuenta con una carta corta pero definida y se ha convertido en un punto de peregrinación a la hora de la comida. Entre sus platos más elogiados realza un menú degustación por 42 euros, la ensalada césar de perdiz en escabeche, el rape a la bilbaína con pimientos del piquillo, la crema de alubias rojas con panceta de ibérico y la sopa Echegárate (caldo cocido concentrado con tropezones de pan y chorizo).

jueves, 16 de septiembre de 2010



El ying y el yang en el paladar coreano

De restaurantes
Han Gang

Atocha, 94
Madrid

Se suele decir que la mejor garantía cuando se visita un restaurante de especialidades extranjeras es encontrar comensales del país en cuestión. La mayoría de los clientes del Han Gang son coreanos y por sus caras de felicidad no cabe la menor duda de que allí se sienten como en casa. Para el resto, supone un viaje apasionantemente placentero hacia una degustación diferente, que comparte algunos criterios de la comida china y japonesa pero que se presenta con personalidad propia, imponente, sorprendente y deliciosa.

El Han Gang es un restaurante relativamente pequeño, sencillo, con precios muy razonables -de 25 a 35 euros por comensal- que no hace ningún tipo de concesión a la decoración y que busca, con atino, que la atención se centre en la policromía de las especialidades que visten las mesas. El Hansik, como se llama a la comida coreana tradicional, se compone básicamente de arroz, fideos, sopas, guisos, carnes, pescados y verduras en los que la técnica de preparación, los condimentos y la presentación determinan la forma, el color y el sabor.

La cocina coreana tiene un principio básico: el equilibrio entre el ying y el yang de la filosofía oriental. Las fuerzas proactivas (el yang) están presentes en el toque picante de sus salsas, entre las que destaca la Gochujang, que se usa para condimentar y que estimula la garganta mucho más que la lengua, y las fuerzas inertes (el ying) se dejan sentir en sus arroces, fideos y sopas.

Para los coreanos los recipientes donde se sirven los alimentos y los utensilios que se utilizan para prepararlos y comerlos tienen tanta importancia como los ingredientes. Entre miles de curiosidades que se podrían destacar, cabe mencionar que sus palillos son de metal y no se usan para comer el arroz como en otros países asiáticos. Otro de los principios de su cocina es buscar la armonía, debe incluir en cada comida que se precie cinco sabores: salado, dulce, ácido, amargo y picante, y cinco colores: rojo, verde, amarillo, blanco y negro.

En la mesa coreana no hay primeros ni segundos. Se debe comer sin orden establecido ante una variedad de pequeños platos principales arropados por otros de acompañamiento, denominados panchan, que se comparten. La única excepción es el arroz y la sopa, que son personales, se colocan a la izquierda de cada comensal, y nunca deben faltar. Las especialidades fermentadas y en conserva son protagonistas, pero su verdadero centro neurálgico suele ser el Bul Go Gui, un brasero tradicional integrado al centro de la mesa, donde se cocinan carnes y vegetales.

Ante una carta ingente en propuestas, seguimos los consejos del camarero, que en un principio siente la tentación de sugerirnos platos aptos para paladares occidentales. Ante nuestra disposición absoluta a sentirnos como en Corea, el anfitrión cede y el resultado es sorprendentemente bueno. Comenzamos con Man du, empanadillas fritas en forma de media luna, hechas de masa fina de trigo y rellenas de carne y verdura. Crujientes y sustanciosas, mejoran aún más al empaparse ligeramente en una salsa de soja al estilo coreano que contiene una mezcla de vinagre suave de arroz.

La Miyuk Mu Chim, ensalada de algas y pepino aliñada con sésamo y vinagre de arroz, se asoma a la boca sabrosa y refrescante y sobre todo la prepara para el Kak Du Ki, nabo en salsa picante. Se trata de un clásico de la gastronomía coreana que los occidentales aman u odian y que a mí me sedujo por completo.

El Bul Go Gui, es otra elección que contrasta por la sencillez de su sabor y que se recibe divertida y deliciosa. Se trata de lonchas de ternera, ligeramente adobada con salsa de soja y azúcar, que se cocina junto a los vegetales que la acompañan en el brasero incrustado en la mesa. En Corea se suele servir con hojas de lechuga y pimentón, que se utilizan para envolver la carne al estilo de los rollitos vietnamitas, pero que en el Han Gang han decidido, no entiendo porqué, obviar.

El Kim Chi Bubo Bok Kum se consagra como lo mejor de la noche, a pesar de que nos resulta difícil elegir. Contiene el famoso Kimichi, uno de los platos populares de la gastronomía de ese país. En esta ocasión, la base es de col Napa frita y fermentada durante semanas en sal, ajo, jengibre, salsa de pescado, camarones secos, cebolleta, guindilla y rábano pero también se puede encontrar de otros vegetales. Nuestra elección se presenta mezclada con carne y acompañada de tofu. Su sabor algo agrio, es penetrante, adictivo y sabrosísimo. Además, este alimento que los coreanos comen incluso para desayunar, está considerado como unos de los más nutritivos y sanos del planeta.

Otro extraordinario descubrimiento ha sido los Bibim Neng Myun, tallarines de batata con salsa picante, uno de los platos más singulares en Corea del Norte. Consiste en fideos de pasta de batata, elaborados a mano, que se sirven con un aliño de gochujang (pasta de pimiento chile rojo). Debido a que los fideos tienden a ser largos, masticables y pegajosos, los camareros preguntan antes de servirlos si se desea que se corten con unas tijeras. También se comen en caldo frío, tanto en esta forma de preparación como la anterior, el contraste de sabores entre la batata y el picante se convierte en una experiencia estimulante que descubre dentro en el cielo del paladar una sinfonía de sensaciones inexploradas.

Imponente pero a la vez delicado, el sabor del Dolsot Bibim Bab, arroz con carne y verduras servido en el cuenco de piedra caliente donde se cocina. Según dicen los coreanos, una comida no está completa sin una sopa. Nos aventuramos a probar el Gukbab, un caldo con arroz y verduras, que además suelen servir de desayuno pero también como plato de acompañamiento. Algo desabrido en comparación con el resto de las especialidades, no me convenció demasiado aunque los expertos insisten en que es la combinación perfecta para contrarrestar la fuerza de los demás platos.

Otras opciones de la carta son: la famosa So Hyo Gu-i, lengua de ternera a la plancha; la Yuk Hwe, ternera cruda con salsa coreana; el Tok Bok Ki, pastel de arroz con salsa picante; una variedad interesante de pescados crudos con salsa picante; las Gal Bi Tang, costillas de ternera con caldo y las Je Mul Chun, tortillas de gambas y calamares, entre muchos otras.

Los coreanos no suelen comer postre, como mucho alguna pieza de fruta. No obstante, nos ofrecieron unas bolitas de maíz fritas caramelizadas con miel, correctas pero sin mucho que destacar. Regamos la comida con una botellita de Soju frío, una bebida con elevada graduación alcohólica que recuerda un poco al sake japonés pero es más fuerte. Se elabora con arroz, y en algunas ocasiones con bambú, tapioca, trigo, cebada o boniato y comulga acertadamente con la fuerza de la comida.

La oferta del Han Gang define perfectamente las bases de la cocina coreana: platos hervidos, guisados, escaldados, al vapor y escasamente fritos, en la que predominan las salsas picantes y los alimentos sometidos a sistemas de conservación como la fermentación, la salazón, etc. El resultado de esta experiencia ha sido un desafío gastronómico muy interesante que los sibaritas encontrarán irresistible y que me aventuro a augurar les invitará a repetir.

martes, 7 de septiembre de 2010



De restaurantes
El Colmado de Urbieta

Juan de Urbieta, 4
Madrid



Caja de sorpresas con sabor dominicano

Lo primero que sorprende de El Colmado de Urbieta es su establecimiento. Se trata de un bar de barrio de toda la vida con un comedor interior y una puesta en escena humilde pero impecablemente dispuesta que hace honor al nombre del local, un término con el que se designa a las bodegas de pueblos o distritos populares en el Caribe. A pesar de ser un restaurante que intenta abrirse paso por sus especialidades dominicanas, el toro se erige como elemento decorativo más visible a través de los cuadros que decoran la pared. Tras preguntar, nos cuentan que también es la sede de una peña taurina que celebra allí reuniones y comidas frecuentes… ¡rarezas de vivir en una ciudad cosmopolita!

Lo interesante es que, tras sentarse en la mesa, el protocolo, el esmero en la atención y parte de la oferta de la carta descubren que es uno de los pocos restaurantes caribeños que se han atrevido a proponer un concepto que se escapa bastante de la concepción de comedor popular, muy usual en barrios de inmigrantes, para presentarse como un restaurante con pretensiones para demandas gourmet. Sin entregarse del todo a ninguna de las dos propuestas, este original establecimiento consigue con precios muy contenidos, que pueden rondar los 20 a 30 euros por comensal, distinguirse como una novedad a tomar en cuenta.

La oferta que combina platos españoles y dominicanos, encuentra en esta segunda propuesta los tesoros de la carta. Platos típicos de la isla caribeña, arropados por una presentación y un servicio muy distinguidos que, aunque aparentemente resulta ajeno al estilo del local, revela la relación de uno de los propietarios con el célebre restaurante madrileño Viridiana.

La gastronomía caribeña es el resultado de una fusión de costumbres africanas, taínas y de las potencias colonizadoras que ha dado lugar a platos llenos de matices y condimentos propios de la cocina criolla (de origen europeo pero desarrollada en América con influjos africanos). Sencillos, sustanciosos y no demasiado prolíficos, los platos dominicanos importan muchos conceptos medievales, sobre todo por la copiosidad con que se sirven y que se refuerza por la profusión de especias, ácidos como el limón y el azúcar en sus guisos.

El colmado de Urbieta consigue algo a priori difícil: la búsqueda de la innovación y el carácter refinado de alguno de sus platos están determinados por una sensibilidad que permite a los comensales disfrutar de una verdadera comida dominicana, aunque también hay que decir que en la carta faltan algunas de las especialidades tradicionales como por ejemplo la bandera (arroz blanco, carne y habichuelas rojas), por señalar alguno.

Para comenzar y como cortesía de la casa nos sirven una extraordinaria crema fría de mango, gambas y cilantro. Entre los entrantes, sabrosísimos, destaca el picapollo, trozos de pollo frito prodigiosamente crujientes, adobados con limón y orégano dominicano, y acompañado con yuca frita, longaniza, chicharrones y tostones. Estos últimos, compañeros ineludibles de gran parte de la cocina caribeña, son trozos de plátano macho verde majados y fritos con un toque de sal. También merecen la pena el cebiche de camarones, menos picón que el peruano pero con una vinagreta de gran dignidad en la que el jugo de limón, la salsa de soja, el aguacate y el tomate dejan en segundo plano el sabor del crustáceo. El tamal envuelto y cocinado en hoja de plátano relleno de gallo ripiado -cortado en tiras- aceitunas y pasas corintias es impecable y las arañitas, una especie de minibuñuelos de yuca con toque de anís se antojan adictivas.

Entre los considerados platos fuertes, si es que en la cocina dominicana hay alguno suave… está muy conseguido el punto del mofongo de tiritas de res salteadas con verduras crujientes, aunque he echado de menos una carne más tierna y una temperatura más alta a la hora de servir el plato. Esta especialidad, que los dominicanos comparten con los puertorriqueños, consiste en plátano verde frito, chicharrón y ajo machacados en un pilón o mortero hasta que queda una especie de puré crujiente que se sirve en forma de tubo o iglú y sobre el cual reposa la carne que se cuela hacia su interior. Menos sabroso el mofongo de cangrejo y ampliamente superado por la gallina de guinea guisada al coco y acompañada de arroz basmati.

La carta ofrece otras especialidades como el churrasco en adobo a la parrilla con longaniza criolla, ajíes y víveres, que no son otra cosa que vegetales farináceos como el ñame, la batata, la yautía, etc.; el cocido de pata de vaca con garbanzos y un toque picante, el famoso sancocho -lamentablemente sólo los domingos y por encargo-, una especie de cocido caldoso con carne de res, yuca, plátano, ñame, yautía y culantro, considerado por muchos la comida nacional del país y que comparte protagonismo en la cocina venezolana; las habichuelas rojas guisadas con auyama y orégano dominicano, entre otras especialidades.

Los postres son persuasivos, pese a que después de disfrutar de unos primeros y segundos abundantes en tamaño y sabor resulte una tarea difícil seguir con la degustación: arroz cremoso con leche evaporada, leche de coco y vainilla, crêpes de dulce de leche cortada con naranja y un helado de chocolate amargo que podría consagrarse como el mejor que he probado.

Si después de comer no te puedes levantar no te preocupes, la casa invita una copa de Mamajuana una bebida típica de República Dominicana recomendada para la digestión, el cansancio, las gripes y un largo etcétera que encuentra su popularidad en sus poderes afrodisíacos. Se trata de un licor de raíces (palos como se les conoce en la región) entre las que figuran canela, maguei, canelilla, timacle, marabeli, guayacán, clavo dulce, anís, pasas, pega palo , etc. que se mezcla con vino tinto, ron y un poquito de miel y se deja reposar unos ocho días, a continuación se vacía el líquido y se llena nuevamente con ron. No puede haber mejor forma de cerrar una comida dominicana.

miércoles, 25 de agosto de 2010


De restaurantes:
A Pachanga

Avda. Castelao, 29 (Muros - A Coruña)

Tapeo enxebre en las rías gallegas

Galicia tiene fama de ofrecer excelente comida pero no precisamente por consagrarse como un templo de las grandes “deconstrucciones culinarias” -como diría Ferran Adriá- sino por hacer gala de una materia prima de gran calidad que encuentra su máxima expresión en la aparente simpleza de su preparación. Los gallegos apuestan por recetas tradicionales con la garantía de respetar los consejos de las abuelas sin, por lo general, hacer concesiones a las tendencias experimentales que predominan en otras cocinas.

Aunque, en su conocida faceta de gastrónomo, el escritor Álvaro Cunqueiro afirmó que el pato a la naranja se inventó en Ribadeo, la buena comida gallega soporta pocas innovaciones. La nobleza de sus pescados y mariscos, además del carácter de las carnes, verduras y legumbres de sus huertas no necesitan muchas filigranas para que el paladar disfrute de auténtica fiesta de sabores puros, enraizados y placenteramente antiguos.

Comer en Galicia es una experiencia familiar, abundante, pero sobre todo con un aire maternal y casero que consigue sorprender por su sencillez y sabia combinación. A Pachanga es uno de esos muchos establecimientos de tapeo que se encuentran en la costa gallega y que una vez conocido se convierte en un punto de peregrinación para locales y visitantes. Enclavado en pleno paseo marítimo de la hermosísima villa marinera de Muros, se presenta como un establecimiento sencillo y pequeño, de bancos y mesas de madera alargadas, y un servicio como dirían algunos “de andar por casa”. Con cierto aire a taberna de marineros, también dispone de una agradable terraza desde donde se perciben aromas intensos que invitan a entrar.

La carta apuesta por platos y tapas de productos de la ría que encuentran en el caldo de grelos, servido en una taza de barro humeante, un excelente entrante o plato de cierre como acostumbran los lugareños. El pulpo a feira es una de las especialidades de la casa. Suave, blando, sustancioso, servido sobre una fuente redonda de madera y rociado por un buen aceite de oliva y pimentón en polvo, es una auténtica delicia. Los langostinos a la plancha son grandes y muy sabrosos, adobados con ajo y perejil impiden no dejar enteras ni las cabezas mientras los calamares a la romana, pequeños y tiernos, compiten en calidad con los preparados en su tinta bajo una receta secretísima e inigualable que estimula las palpitaciones en cada bocado.

Otro de los aciertos de A Pachanga son las sardinas asadas, uno de los pocos alimentos que se permite cocinar con la escama y con la tripa, que en este local es un majar que se debe comer con las manos y sobre un gran trozo de pan gallego que impregnado con la grasa natural del pescado es sencillamente delicioso. Para los más sibaritas, la vieira es una elección acertada. Gratinada en una salsa también secreta, cuyo sabor desvela ajo, cebolla y pimiento rojo, y acompañado por un buen albariño es uno de los platos estrella de la casa.

La sazón de las almejas a la marinera descubre la razón por la cual este molusco encuentra en esta región de España un hábitat excepcional. Su frescura resaltada por un jugo de cebolla, ajo, laurel, guindilla, perejil, pimentón dulce y vino blanco aportan un sosiego inestimable al paladar.

Los amantes de la carne tienen varias opciones entre las que cabe resaltar tres: el jamón asado; el raxo, trocitos de lomo de cerdo pimentonado -propio de las zonas costeras del norte-; la zorza, lomo de cerdo adobado, o un chuletón de ternera gallega muy apreciado por sus características (terneros de menos de diez meses, de raza rubia, alimentados tradicionalmente con leche materna, forrajes y concentrados de origen vegetal). Todos estos platos acompañados de patata gallega frita, tubérculo considerado como uno de los mejores del mundo por la calidad de sus cultivos.

Para cerrar con broche de oro nada mejor que la tarta casera de queso gallego arzúa- ulloa, absolutamente artesanal y sorprendente, que cortejada por un chupito de aguardiente de hierbas, hacen una comunión perfecta… eso sí siempre que el orujo esté convenientemente enfriado. En fin ¡viva Galicia!

martes, 27 de julio de 2010


De restaurantes:
Touba Lampfall

Amparo, 61 (Madrid)

Sazón senegalesa en el corazón de Lavapiés

De Senegal se cuenta que es la puerta dulce del África Negra y de su cocina que es una de las más apreciadas de la región por su personalidad densa, sabrosa y consistente. Los senegaleses son capaces de crear una detonación de sabores y texturas con una variedad escasa de ingredientes, cuyos denominadores comunes son el pescado, la carne, el pollo, el arroz, el mijo y las verduras, omnipresentes en cualquiera de sus platos. No hay que olvidar que se trata de un país donde las duras condiciones de vida precisan de ingredientes baratos pero nutritivos y, sobre todo, alegres y coloridos como las manifestaciones artísticas de su cultura.

Lavapiés, la otrora quintaesencia del casticismo madrileño, es actualmente el crisol étnico de Madrid. Callejear por sus arterias es descubrir un sinfín de propuestas culinarias, a veces no aptas para todos los paladares pero sin duda una experiencia apasionantemente aventurera y apetecible para gente sin prejuicios. Touba Lampfall es uno de esos locales pequeños frecuentados por la colonia africana del barrio. Su informalidad, sus horarios ininterrumpidos, sus precios -platos por seis euros- y su clientela invitan a pensar que más que un restaurante es una casa de comidas de pueblo o un centro social.

Touba Lapfall es un lugar común y familiar donde los senegaleses se sienten como en casa. Al entrar se experimenta, de repente, que se ha viajado a ese país. Por un momento se puede oler un aire diferente y condimentadamente africano que se escurre entre las mesas, ocupadas en su mayoría por inmigrantes que degustan relajados las especialidades de su tierra mientras comparten mantel con algún paisano, con el que no se habían citado.

La carta no tiene más de ocho platos, de los cuales cada día solo se pueden escoger tres o cuatro. El Mafe, compuesto de un plato de arroz blanco con salsa de tomate y cacahuete, ternera, patata y zanahorias, luce sobre el mantel como un festín cromático que garantiza una deliciosa embocadura. Otra de las especialidades, el Thieboli Yap, un plato de arroz corto y amarillo con salsa de pimiento, cebolla, aceitunas, tomate y coronado por carne de ternera es un descubrimiento interesante que deja el paladar muy satisfecho, con una sensación levemente picante. Su degustación revela la presencia del cani, un pimiento aromático muy fuerte que solo se deja reposar unos minutos en los guisos y se vuelve a sacar intacto.

El resto de la oferta tampoco desmerece: el Yasa de pollo, un plato de arroz blanco con verdura y pollo en salsa de cebolla, aceitunas y pepinos; el Thiou Curry, arroz blanco con salsa de curry con verduras y carne de ternera, el Pule Pané, pollo frito con un rebozado muy fino al estilo africano con patatas fritas y, como es habitual en las culturas de mayoría musulmana, cordero, que en este restaurante preparan a la plancha.

Para beber solo dos opciones: zumo de buoy, fruto del árbol baobab de sabor muy parecido a la chirimoya, y zumo de Bissap, una infusión de bissap (hoja de hibiscus) con menta fresca, limón y esencia de azahar que tiene propiedades digestivas y refrescantes. Ambos ideales para acompañar los sabores contundentes de la cocina senegalesa, que suele prepararse con aceite de palma y cacahuetes y se condimenta con pimienta, ajo, perejil, chile, cardamomo, okra, jenjibre, nuez moscada, entre otras especias.

Lamentablemente, el día de mi visita no habían preparado el célebre Thiebou Diene, el plato nacional senegalés que contiene arroz amarillo con pescado, zanahoria, tomate, col, berenjena y yuca. Un motivo para volver y para revivir la craza de sabores de ese pequeño restaurante donde las paredes con dibujos de árboles baobab y de siluetas de tribus, de asiduos ataviados con el boubou -vestimenta típica del país- y de sillas viejas con molduras señoriales estilo Luis XV, contrastan con manteles de papel y con la omnipresencia de un gran cuadro con catarata incluida, de esas que se mueven como en los restaurantes chinos. Un espectáculo visual ecléctico, sin la menor duda, pero sobre todo una sensación de Teranga (hospitalidad en wolof, nombre del dialecto y la etnia mayoritaria en Senegal), difícil de olvidar.

martes, 20 de julio de 2010


De restaurantes:
Wakathai

Conde Duque 13. Madrid


Mestizaje de sabores peruanos y sudasiáticos
para alejar los malos espíritus


El nombre del restaurante está inspirado en una palabra quechua que da nombre a una hierba peruana sagrada llamada huacatay -conocida también como pis de gato- que se utiliza como condimento en la preparación de ajíes, guisos y asados. Sus propiedades medicinales son innumerables pero está reconocida como digestivo indispensable y, sobre todo, disuasorio de los malos espíritus. Después de comer en Wakathai no me cabe ninguna duda. Salí con una estupenda sensación estomacal, pero sobre todo con un buen humor que me lleva suscribir cualquier leyenda mágica sobre este aderezo.

La cocina de Wakathai propone, sin complejos, una mezcla de especialidades peruanas y sudasiáticas –predominantemente vietnamitas y tailandesas-. Una cocina fusión que marca tendencia en los establecimientos de moda de la ciudad que se atreven con las recetas exóticas y que han hecho célebres restaurantes como Sudestada y Asiana Next Door, entre muchos otros. De estos últimos procede precisamente Walter Brandan, cocinero y creador de Wakathai.

Los platos peruanos y sudasiáticos comparten un maridaje perfecto: sabores étnicos, ricos, sustanciosos y algo enrevesados, que sorprenden en cada plato por sus colores, y en cada bocado, por sus sabores. Una variedad de gran interés gastronómico en el que las especialidades peruanas tienen mucho que decir porque gozan de la herencia de fogones de más de 72 etnias, mezcladas con una población mestiza y de inmigrantes africanos, asiáticos, europeos, árabes… que han compartido sus secretos con la comida tradicional andina y con la amazónica.

En el comedor de Wakathai, de varias zonas y una terraza, predominan los tonos verde y blanco. La decoración, limpia, relajante y con un toque minimalista, destaca por su sencillez y su comodidad. Gran acierto porque en ningún momento roba protagonismo a la fiesta de formas, colores y olores que se sirven y que tienen en el cóctel de la casa, el pisco sour, un anfitrión, refrescante y sabroso, pero todavía en busca de su punto perfecto.

La carta es pequeña pero equilibrada y estudiada al mínimo detalle para que el comensal tenga que dudar -y mucho- a la hora de elegir. Por eso, el menú degustación -de 30 euros- se asoma como una propuesta de sobra satisfactoria para aquellos que quieren probar un poco de cada cosa. Abre la veda un vasito de gazpacho de melón en el que se deja sentir la esencia del ají, el maíz blanco y la cebolla.

Para empezar una sugestiva oferta de ensaladas vietnamitas. La más arriesgada, quizá por eso una de las más sorprendentes, la de lengua de cordero, garra de pollo, oreja de cerdo y callos de ternera. Pero inigualable el explosivo sabor de la segunda, en la que cohabitan láminas de buey con cebolla roja, albahaca y seta de oreja blanca bañada con una vinagreta estimulante y deliciosa de salsa de ostras y gambas muy tiernas, que reposan sobre una cama de chile rojo y cebolla morada.

El tiradito con leche de tigre, pescado marinado en ajo, pisco, ají amarillo, ají limo, sal, pimienta y huacatay, es sin duda un plato reconfortante pero ampliamente superado por el ceviche de corvina criollo en el que el zumo de lima, el cilantro y la guindilla se funden en una armonía casi perfecta.

Entre el resto de entrantes, sabrosísimas empanadillas malayas rellenas de curry tailandés, rollitos de hoja de arroz con pollo y mango que calman y embriagan el paladar y, para esperar los platos principales, nems rellenos de cerdo y gambas, servidos con sus correspondientes envoltorios fresquísimos, hay que decirlo, de hoja de lechuga, cilantro y albahaca.

El curry rojo de carrillera de cerdo consigue que cualquiera se rinda a los efluvios seductores del picante, por cierto en su justa medida para paladares occidentales. Menos agraciado el anticucho, carne adobada presentada en brochetas finas aderezadas con comino, jugo de limón, ají, pimienta, cerveza negra, entre otros ingredientes, que en esta ocasión no eran de corazón de res -como reza la tradición peruana más fiel- sino de carne de conejo.

Como postre, un picadillo de frutas frescas en jugo de hierba de limón con helado para calmar el paladar aguerrido y satisfecho y un flan de coco suntuoso y suave. Qué mejor broche final que un chupito de Negroni, cóctel preparado con ginebra, campari y vermouth obsequiado por la casa, que nos despide como nos recibió y nos trató a lo largo del banquete, con un servicio muy amable y familiar.

martes, 22 de junio de 2010
















De restaurantes:
Asador de la Esquina

Concha Espina 1. Madrid

Palco vip sobre el Bernabéu con platos tradicionales
muy sabrosos y sin experimentos innecesarios



La puerta 54 del estadio Santiago Bernabéu nos conduce al Asador de la Esquina, uno de los restaurantes del grupo Tejedor, conocido en la capital madrileña por ésta y otras apuestas consolidadas como La Máquina, Casa Nemesio y Puerta 57.

Desde el siglo XIX Madrid comenzó a recibir una fuerte afluencia de visitantes y transeúntes, quizá por ello fue una de las primeras ciudades en darle forma al concepto de restaurante. El Asador de la Esquina incorpora a los fogones muchas de las recetas de entonces y ofrece una variedad ingente de platos madrileños, castizos, que no son otra cosa que la consecuencia de su ubicación geográfica: una mezcla de cocina manchega y castellana. Pero además, y como un valor añadido muy apreciable, cuenta con una parrilla que hace la competencia a los mejores asadores de la ciudad. Enfrentarse a la carta genera una cierta ansiedad a la hora de elegir, eso sí con la garantía de que cualquier opción tiene una materia prima excelente, entre la que figuran ternera de Guadarrama, cochinillo de Sepúlveda, cabrito de Villamanta, hortalizas del Prado, anchoas de santoña…

Las propuestas más castizas rinden homenaje a hosteleros célebres de la ciudad, por ejemplo las patatas con huevos rotos al estilo Lucio, el bacalao a la brasa de Evaristo García (O’Pazo) y la recurrida tortilla de patatas de José Luis. Pero también hacen un guiño a los platos de toda la vida como los guisos, las mollejas de ternera, riñones de lechal a la sartén y los casi olvidados soldaditos de Pavía, esos trozos de bacalao rebozado y frito acompañados de tiras de pimiento rojo y que enfrentan por su autoría original a cocineros madrileños y gaditanos.

El cochinillo o el cabrito asado, según el día, el rabo estofado, las alubias, los callos son algunas de las tentaciones de este establecimiento que recuerda, a través de un absoluto placer gustativo, la oferta de aquellas tascas y fondas madrileñas que desaparecen con los nuevos tiempos y que se hicieron populares por sus cocidos, guisos y estofados.

Como asador no cabe duda de que se puede considerar un templo de las piezas nobles del vacuno y del pescado. El chuletón -T-Bone Steak- recobra la técnica de la costra de sal marina de Julián Tolosa para servirse en la mesa tierno y apetitoso. Por su parte, los pescados como la merluza y el rape de barriga negra encuentran en la brasa su hábitat ideal. Por si fuera poco, los camareros/as, vestidos con una especie de traje de chulapo/a diseñado por Pedro de Hierro, entregan una carta que no tiene desperdicio y que una vez probada invita a agotar la degustación con varias visitas.

Prescindir de las patatas fritas, crujientes y con cuerpo, y de los pimientos del piquillo confitados, con su gusta dosis de vinagre de módena, sería un pecado no así resistirse al steak tartar de solomillo, que a pesar de la correcta combinación de ingredientes y de su frescura peca de tener la carne poco picada.

El restaurante tiene una vista privilegiada del campo de fútbol, razón por la cual los días de partido su terraza hace las veces de palco vip y el restaurante cierra sus puertas. El local, muy amplio, dispone de una pared acristalada de unos 25 metros que da directamente a una terraza que descansa sobre la grada del estadio. Además, cuenta con una gran parrilla vista de carbón de encina, con presencia en el comedor, que permiten ver la labor de los parrilleros. Destacan las televisiones en la sala, que reproducen lo que ocurre en las brasas o que transmiten partidos en el caso de que se emitan en directo.

El interiorismo muy acorde con la vocación del restaurante, sin renunciar a un mobiliario contemporáneo, cuenta con un suelo de tarima de nogal castellano, que otorga presencia a la madera. Las paredes de pizarra verde de Segovia, rinden honor a la piedra y el carbón marca su presencia en el techo, unos materiales muy sugerentes para albergar el tipo de cocina que ofrece el restaurante. Los tonos rojos y negros no quitan protagonismo al césped del Bernabeu, que sin duda estimula a muchos paladares.

Los postres recuerdan aquella obra de Manuel Martínez Llopis titulada La dulcería española: recetarios histórico y popular. Pestiños, bartolillos, torrijas, leche frita y helado de leche merengada, que según cuentan es el dulce consentido de la casa, son sólo algunas opciones.

Una carta de vinos acertada que reclama, de forma coherente con su propuesta, la atención sobre los vinos madrileños.

martes, 9 de marzo de 2010


De tapas:
Sula

Jorge Juan 33
Madrid

Tapas de siempre, tapas de ahora y tapas de vanguardia con toques clásicos

Croquetas con tortillitas de camarón Vs Espumoso de patata
y… porqué no
espumoso de patata Y croquetas con tortillitas de camarón!!!


Por increíble que parezca buscar un local para tapear en Madrid es en sí mismo un ejercicio difícil básicamente por tres razones abanderadas por el prefijo pseudo:

1. Se ofrecen tapas pseudofashion que prometen más de lo que dan

2. Se han puesto de moda franquicias pseudoespañolas cuya principal vocación es engañar a turistas incautos

3. Se abusa del volador -pseudocalamar durísimo y descongelado-, las patatas bravas aderezadas con ketchup y picante y las fritangas en manteca

Tapear es una actividad que debería considerarse sagrada y precisamente por eso me alegra haber encontrado una especie de templo para rendirle honores a la tapa. Sula es un local que por su fuerte apuesta decorativa vanguardista asusta un poco. En primera instancia se corre el riesgo de pensar que es otro sitio pijo del montón, con el toque añadido de que su personal va uniformado con un diseño exclusivo de Amaya Arzuaga y que su clientela hace honor a la calle donde está ubicado -Jorge Juan 33-.

Sin embargo, cuando se camina por el largo pasillo que recorre la barra, se comienzan a percibir los aromas de la plancha y se contempla parte de la oferta gastronómica que luce tras el cristal, uno se da cuenta rápidamente de que se trata de una apuesta elegante pero que no hace concesiones gratuitas a la estética.

Las tapas de Sula saben tan bien como lucen, todo un hallazgo en Madrid. Las propuestas mediterráneas y el jamón de Joselito Gran Reserva, considerado de los mejores del mundo, son el centro neurálgico de la carta. Aunque también se encuentran propuestas informales de materias primas de toda España como ese pulpo gallego sobre un espumoso de patata que sorprende por su ligereza pero contundente sabor.

Me encantaron las croquetas de jamón y de chorizo, redondas y del tamaño de una buena nuez, perfectas en textura; las tortillitas crujientes de camarones; los montados de solomillo a la pimienta o al roquefort y la variedad de ibéricos servidos en su justo estado de curación. Un poco menos acertado el steak tartare, que a pesar de prepararse con una carne excelente y llevarse a la mesa a temperatura adecuada, sufre un exceso de pimienta y mostaza.

La carta de vinos es infinita, más de 3.000 botellas, pero también destaca el champagne que es uno de los protagonistas de su eslogan, Sula: Ham & Champ, que por alguna razón, que no entiendo, está en inglés. Dom Pérignon, Moët & Chandon y Dom Ruinart encabezan una larga lista de la oferta que incluye propuestas como un plato de jamón, siempre Joselito Gran Reserva, y alguna de las botellas. También se pueden pedir espumosos por copa, sin duda una de las opciones preferidas de los clientes asiduos que pasean, por la zona de tapeo, sus bronceados invernales, bolsos enormes de marca y esa manera tan providencial de darse dos besos cuando se reencuentran.

Además de la zona de tapas, Sula tiene restaurante, donde los platos estrella son los cortes de ibérico, pero de eso comentaré otro día cuando también haya probado una entrada fría, como poco curiosa, que se llama Cubalibre de foie. Ya habían cerrado la cocina cuando la quise pedir pero seguro que volveré y me sorprende.

jueves, 18 de febrero de 2010










De restaurantes:
Horcher
Calle Alfonso XII. Madrid

Una noche de febrero en el Horcher

Entrar en el Horcher es en cierta manera transportarse en el tiempo, volver atrás 100 años. Las maneras del personal anticipan los sabores: una mezcla de tradición y sofisticación que se aleja de muchas de las nuevas propuestas gastronómicas de Madrid que pecan de cierta forma pero escaso fondo.

Nos recibe un portero impecable, coronado por un sobrero de copa y ataviado por un traje de corte militar y, seguidamente, una señora, con cofia incluida, que guarda con simpatía casi maternal los abrigos. El primer camarero que se acerca a la mesa coloca un reposapie a cada comensal y, una vez más desde que entramos, sigue el protocolo de este restaurante, que sin duda alguna, invita a sentir que estamos en el comedor de una mansión del siglo XIX donde ya nos conocen aunque nunca hayamos estado antes.

La decoración, cálida, arropa unas mesas impecables, con candelabro y rosas naturales, todas reservadas por fieles representantes de la burguesía madrileña. El mantel recibe a los comensales con aperitivos frescos consistentes en zanahorias miniaturas y rábanos helados, al que le siguen finos tirabuzones de una estupenda mantequilla que da un toque familiar a bollitos de pan recién salidos del horno.

Escoger entre una oferta completa, variada y prometedora es tarea difícil. Si se toma en cuenta que además de la carta, donde hay pescados, carnes y platos de caza, la especialidad de la casa, el maître recita y recomienda propuestas de temporada fuera de carta que solo llegan a las cocinas del Horcher si se estima que su calidad es sobresaliente. Por eso y pensando que seguramente volveré, opto por esta segunda opción. Para empezar unas ostras planas de la familia de las ostrea edulis, servidas a temperatura idónea y en su óptimo punto de maduración. Carnosas y con calibre dejan tras su paso por la boca un sabor sutil a mar con toques de frutos secos y una longitud duradera en el paladar, que acompañada por una copa de champán logran un perfecto equilibrio.

En segundo lugar me decanto por una becada, una de las aves más difíciles de cazar y más cotizadas en la gastronomía. Su carne roja es un manjar exquisito que sólo se puede degustar entre los meses de octubre y febrero. La becada llega entera a la mesa tras su paso por las brasas solo para que yo apruebe el aspecto. El ave regresa entonces al pequeño podio a la vista de mis ojos y a pocos metros de mi nariz. Allí un cocinero trocea su carne, al punto, y la rocía con un jugo espeso de vinos y caldos matizados con especias aromáticas, quizá romero y tomillo de bosque húmedo en el que habita esta ave.

El plato vuelve a la mesa con cebollitas confitadas y tres pequeñas croquetas de patatas que completan el cuadro cromático y gustativo. Crujientes en su exterior y con vetas que recuerdan un cierto sabor a queso, envuelven un puré espumoso de textura suave. A los pocos minutos de empezar a degustar la carne llega a la mesa una tostada sobre la cual reposa una mezcla de los menudos de la becada, que nunca se retiran hasta que se cocina, y que se compactan en forma de paté con un toque de licor.

El postre no podía ser otro que el celebre Baumkuchen del Horcher, un clásico en toda regla. Una finísima lámina de bizcocho sobre la que descansan lonjas de manzana, un baño de salsa de chocolate caliente y una bola de helado de vainilla. Por encima una porción de crema chantilly, eso sí en su punto exacto de azúcar y consistencia, que nada tiene que ver con la nata que suele acompañar postres menos sofisticados.