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jueves, 18 de febrero de 2010










De restaurantes:
Horcher
Calle Alfonso XII. Madrid

Una noche de febrero en el Horcher

Entrar en el Horcher es en cierta manera transportarse en el tiempo, volver atrás 100 años. Las maneras del personal anticipan los sabores: una mezcla de tradición y sofisticación que se aleja de muchas de las nuevas propuestas gastronómicas de Madrid que pecan de cierta forma pero escaso fondo.

Nos recibe un portero impecable, coronado por un sobrero de copa y ataviado por un traje de corte militar y, seguidamente, una señora, con cofia incluida, que guarda con simpatía casi maternal los abrigos. El primer camarero que se acerca a la mesa coloca un reposapie a cada comensal y, una vez más desde que entramos, sigue el protocolo de este restaurante, que sin duda alguna, invita a sentir que estamos en el comedor de una mansión del siglo XIX donde ya nos conocen aunque nunca hayamos estado antes.

La decoración, cálida, arropa unas mesas impecables, con candelabro y rosas naturales, todas reservadas por fieles representantes de la burguesía madrileña. El mantel recibe a los comensales con aperitivos frescos consistentes en zanahorias miniaturas y rábanos helados, al que le siguen finos tirabuzones de una estupenda mantequilla que da un toque familiar a bollitos de pan recién salidos del horno.

Escoger entre una oferta completa, variada y prometedora es tarea difícil. Si se toma en cuenta que además de la carta, donde hay pescados, carnes y platos de caza, la especialidad de la casa, el maître recita y recomienda propuestas de temporada fuera de carta que solo llegan a las cocinas del Horcher si se estima que su calidad es sobresaliente. Por eso y pensando que seguramente volveré, opto por esta segunda opción. Para empezar unas ostras planas de la familia de las ostrea edulis, servidas a temperatura idónea y en su óptimo punto de maduración. Carnosas y con calibre dejan tras su paso por la boca un sabor sutil a mar con toques de frutos secos y una longitud duradera en el paladar, que acompañada por una copa de champán logran un perfecto equilibrio.

En segundo lugar me decanto por una becada, una de las aves más difíciles de cazar y más cotizadas en la gastronomía. Su carne roja es un manjar exquisito que sólo se puede degustar entre los meses de octubre y febrero. La becada llega entera a la mesa tras su paso por las brasas solo para que yo apruebe el aspecto. El ave regresa entonces al pequeño podio a la vista de mis ojos y a pocos metros de mi nariz. Allí un cocinero trocea su carne, al punto, y la rocía con un jugo espeso de vinos y caldos matizados con especias aromáticas, quizá romero y tomillo de bosque húmedo en el que habita esta ave.

El plato vuelve a la mesa con cebollitas confitadas y tres pequeñas croquetas de patatas que completan el cuadro cromático y gustativo. Crujientes en su exterior y con vetas que recuerdan un cierto sabor a queso, envuelven un puré espumoso de textura suave. A los pocos minutos de empezar a degustar la carne llega a la mesa una tostada sobre la cual reposa una mezcla de los menudos de la becada, que nunca se retiran hasta que se cocina, y que se compactan en forma de paté con un toque de licor.

El postre no podía ser otro que el celebre Baumkuchen del Horcher, un clásico en toda regla. Una finísima lámina de bizcocho sobre la que descansan lonjas de manzana, un baño de salsa de chocolate caliente y una bola de helado de vainilla. Por encima una porción de crema chantilly, eso sí en su punto exacto de azúcar y consistencia, que nada tiene que ver con la nata que suele acompañar postres menos sofisticados.